Menu
 

Fidias David Garcia cuevas Fidias David Garcia cuevas Author
Title:
Author: Fidias David Garcia cuevas
Rating 5 of 5 Des:
La Casa de los velorios. Cuento de Stanislaw Peña (Texto completo)          E n la última punta de un planisferio, en un aldeorri...

La Casa de los velorios. Cuento de Stanislaw Peña
(Texto completo)         


En la última punta de un planisferio, en un aldeorrio apartado, donde parecía que iba a morir la civilización. Allí vivía Mamá Pancha. Una perturbada anciana a quien se le había muerto su esposo y todos sus hijos. 

“¡Ay Pacualito ay Pacualito!, ¡ay tú sí me  dejate trite Pacualito!, ssshob, ay mi hijo del alma por qué te fuite tan pronto, ay Dio mío por qué; por qué por qué Dio mío, ay qué dolor tan grande siento qué dolooor…”
  
Ella sufría como debía la sucesiva pérdida sus descendientes, pero con el tiempo, el hostigar de la muerte fue lesionando progresivamente su conmovedor aguante, y cada día parecía menos mesurada.

“¡Ay Dio por qué se me tán muriendo to mi sijo por qué!, ay será una brujería que me echaron ay me van a dejar sola en ete mundo y cómo e que yo me voy a hacer sin mi sijo, ay yo no resito eto vecina, no lo resito no lo resito no lo resitoooooo: ¡Ay!, ¡Ay!... ¡Ay Micaela!, ay Micaela tú venía a darme vuelta aunque te casara…”
                                              
Ya no se podía hablar de un estado intermedio entre el trastorno y la cordura, ya sus pensamientos se quedaban a mitad de camino, y sus pareceres, delirantes. Vivía con una nieta ingenua y abobada. Sus ocho hijos, se le fueron yendo casi uno por año. Ella los lloró a todos. Muy poca gente creyó un rumor de poca fuerza que se había soltado. “Dicen que esa vieja hizo un trato con el diablo y no le cumplió, y dique ahora él le tá cobrando con lo sijo…” No, nadie creería esa comidilla conociendo los aldeanos el historial moral y religioso de Mamá Pancha. 

“¡Noaaaagrrr, noaaaagrrr!, ¡no me deje sin hijo Dio mío!, no me dejen sin hijo noooo, no me deje sin hijo Señor de lo Cielo, no me deje sin hijo, que me entierren mi sijo, deja que algún hijo me entierre, deja Dio mío; no me deje, sin hijo, deja que algún hijo me entierre… ssniff…”

Y así, llorando a sus hijos, se acostumbró a llorar, y acostumbrada a llorar, un día dejó de llorar, porque ya no le quedaban hijos; solo le quedaba la Pompona. Su sombría morada era conocida como La Casa de los velorios. En la última parte del planisferio, el último cobijo del aldeorrio. Donde parecía que iba a morir la civilización. En un promontorio, de donde se avistaba un dilatado páramo que corría hacia un desolado valle. Al oeste de la casa, dos abatidos castaños parecían ya cansados de parir. Los caminos adyacentes, ya no parecían caminos. Todo mustio el paisaje. Las cartas allí nunca llegaban. Ni a veces. El que estuviera esperando algún recado o misiva tenía que atravesar el páramo. Para llegar a la única cliniquita de toda la comarca también había que cruzar el páramo. Y solo se llegaba hasta allí cuando la terapéutica popular no podía responder a la necesidad del afectado, el cual era atendido a base de ensalmos y panaceas. 
             

“Yo le debo a la mujer de Prieto, su mujer me debe a mí,
   yo aprieto a la mujer de Prieto, y Prieto me aprieta a mí”.


Ese era un conocido ensalmo para curar el reumatismo que se le recitaba al enfermo frotándole la parte donde le dolía. Había ensalmos para la fiebre, para la disentería, para el dolor de estómago… y hasta para las pesadillas
          

“San Bartolomé me dijo, que dulmiera y depeltara,
que la pesadilla tiene, una mano agujereada”.


Ya Mamá Pancha no podía llorar, sus lágrimas se le secaron, no le quedaban fuerzas para sollozar. Cuando comenzó a guardar su primer luto nunca se imaginó que lo guardaría para siempre, pues, desde ese día fue un solo luto: el luto negro. Todo su vestir se volvió negro; negro liso, negro perpetuo. Hace tiempo que Mamá Pancha había dejado atrás sus idiosincráticas costumbres de paisana. Ya no revisaba los nidales ni hacía husmear su fogón a las cinco de la mañana. Nadie la veía en la misa del domingo, ningún día. A la Pompona ya no la bañaba con musú sino con un trapo. Ya no le molestaba el ladrar de los perros por las noches, pero sí el mullido de los toros, porque uno de sus retoños fue boyero en el rancho de Manuelico. Cuando comenzaba a lloviznar, se tornaba melancólica, no por la llovizna, sino por el estruendoso mullido que venía detrás.

No solo Mamá Pancha, toda esa periférica rural parecía haber perdido sus caracteres inherentes. Carente de pedanía. Poca gente se acordaba del último alcaide del lugar. En la mayor parte de los terrenos, a pesar de lo escampado, se podía percibir escaso laboreo. Cabras, corderos, pavos… contados los que quedaban. El único que fabricaba queso era don Cresencio. La única mantequería del sitio también la tenía él. Las únicas recuas de mulos de carga la poseían Manuelico y don Cresencio, bueno, allí quizá los únicos que podían hablar de cierta prosperidad eran ellos. Hace unos años, luego de una mala cosecha, contempló don Cresencio vender sus propiedades y hacer punto en la región del Norte, donde las tierras eran fértiles y prodigiosas, pero el clamor de una paisana delegación le ablandó el corazón.

La Pompona, tenía quince años. No estudiaba, no podía, no le daba el juicio. A pesar de sus limitaciones se encargaba de cuidar a su abuelamadre. Mamá Pancha, vivía por vivir, pocas cosas le importaban. Le decía constantemente a todo el mundo que la Pompona iba a vivir mucho tiempo, que la muerte no podía barrer con la familia. La Pompona era gordita y medio bizca, no se peinaba ni que la fueran a matar, y caminaba como dando un saltito. La suerte que le gustaba bañarse. Gozaba siempre de buen estado de salud, pero una vez, cuando tenía siete años, le dio un tremendo susto a Mamá Pancha, se desmayó y permaneció un buen rato inconsciente. Trajeron a un curandero que no pudo precisar un diagnóstico; la niña de repente volvió en sí. 

   ––¡Pompona, Pomponita!, no tema por tu vida Pomponita, tú vivirá pol mucho tiempo.   
   ––Ma Pancha yo te quiedo mucho.
   ––¡Oh mi Pomponita…!

Solo ellas conformaban ese hogar. Ahí lo poco que había era como lo que tenía que haber. Setos desnudos. Una vieja mesa cubierta por un destartalado mantel gris. Tres sillas de guano. Las dos camas… En la cocina: una barbacoa formando recodo, un fogón en el centro, una tinaja en una esquina, una orza y un antiquísimo lebrillo, y ya, poco más se veía. Desde las primeras horas de la noche la abuela dormía; poquito después la nieta hacía lo mismo. Obvio que por allí la noche se tragara todo. Frías las noches. Una fauna invisible encabezada por el ladrar de los perros y la explosión de las grilleras sonorizaban un ambiente que en el día era de imperante mudez. Cuando los perros detenían sus ladridos, resalía el heterogéneo gorjeo de los pajaritos de la noche. Alguna fotografía, cualquier objeto que pudiera traerle el recuerdo de uno de los difuntos ya no existía en el esquelético interior de la casa. Así lo quiso la afligida longeva, para que la angustia la mortificara menos. Con bastante frecuencia cocinaba arroz con coco, porque a la Pompona le gustaba mucho. En una ocasión, parece que la chiquilla se excedió en la ingestión de su plato favorito, pues, de ahí debió sobrevenirle una flojedad de vientre que la dejó como una criatura de película de terror. Fue tan intensa la diarrea, que la bobita le cogió odio para siempre al arroz comoquiera que lo cocinaran. La Pompona podía hacer cualquier cosa en la cocinita, menos cocinar. Si lo intentaba: merienda incomible. 

La inercia de esa casa era eterna. Lo humanamente más cercano a ella era un bohío, habitado por un labriego solitario que cuando solía encontrarse con la deplorable dolorida siempre le decía: “Yo no te dejo Mamá Pancha”, y ella le respondía con las gracias de una apurada sonrisa. Si duraba mucho sin verla, entonces llegaba hasta la casa: “Yo no te dejo Mamá Pancha”. Un barbecho entre la casa y el bohío. Neno era un hombre blanco con cuarentaicinco años de cultura rural a cuestas. Fue a la Capital cuando niño, acompañado de un pariente. Excluyendo ese viaje del páramo no había pasado. Aconsejado por su única vecina se había retirado de la tumba de cocos, dedicándose al cultivo de conucos y a otras labores agrícolas. Amuchachado. De facciones afiligranadas y pestañas de muñeca. Con los ojos cerrados parecía un niño ahogado. Una vez se estuvo al caer de un cocotero, fue cuando Mamá Pancha lo sermoneó. La casa de Mamá Pancha poca gente la frecuentaba. El que siempre daba su vuelta por ahí era Vikingo, el carnicero. Hombre fresco y morboso. Tenía “malas intenciones” con la Pompona. Un día intentó ponerle la mano en un seno y la Pompo le dio una galleta que le dejó la mano pintada en un cachete. Tuvo suerte Vikingo, porque la loquilla a nadie se lo dijo. Pero nunca más volvió el carnicero a “inventar” con la zopenquita. Vikingo era un pinto jabao con brazos de Popeye, un hombre que aunque tuviera una sotana puesta parecía mala gente.

Cada día en Mamá Pancha se arraigaba más la convicción de que la Pompona tendría larga vida. Rara vez se enfermaba la chaladita. Tenía la costumbre de levantarse temprano. Un día Mamá Pancha se encontró extraño no ver a su nieta en las primeras horas de la mañana. La Pompona lo primero que hacía era echarle maíz a las gallinas. Pocas cosas hacía después, porque andariega que era. Emprendía con su greña trasnochada a deambular por dondequiera, entonces tenía que salir la madraza a rastrearla.

Llegó la vieja hasta el cuarto de la menor. “¡Pompona Pompona!, ay Pompona qué será lo que tú tiene”. En Mamá Pancha se conjugaban los caracteres de su delirio y la paranoica sensación de sufrir el trance de solo figurar que la Pompona se le pudiera morir. Con argumentos más que vehementes, cuestionaba a la muerte; la encaraba, le reclamaba. Un chamaquito vio cuando la lánguida morocha llamaba repetidamente a la muchachita y se mandó para donde su mamá a decirle que la Pompona no podía despertar. La casa se llenó de gente, y mandaron a buscar a un matasanos. “Está muerta”, diagnosticó el “facultativo”.  

    ––¡Nooooooo! ––gritó Mamá Pancha––. Pompona no puede tal muelta, tá dormía, tá dormía. 

Esa muletilla sonaba desgarradora. Daba la impresión de que en cualquier momento podía comenzar a llorar. Trataron de tranquilizarla pero ella se resistía a creer que la Pompona estaba muerta. En el patio de la casa ya tenían dos cerdos que habían traído del cortijo de don Cresencio, pero Mamá Pancha dijo que se lo devolvieran: “La Pompona tá dormía, eperemo que depierte…” Rosario, una mujer experta en esos menesteres de arreglar muertos ya estaba lista para el rito. La muerte no puede ser tan maldita. Ese patético estribillo todos los paisanos lo escuchaban, resignados, pero, había que hacer algo para calmar a la enajenada anciana. Le dieron un “jugo” y la acostaron en su vieja cama. Ahora parecía ella la muerta. El escenario ya estaba listo para el próximo velorio en La Casa de los velorios. Comenzaron a arreglar la sala. “Vistan a la pobre Pompo”. De eso se encargaría Rosario. Lo primero que se hizo fue botar el agua de las vasijas, una vieja costumbre ancestral. Neno se cogió el velorio para él. La caja, las velas… ya no se escuchaba el redundado lamento. Y ahí estaba el angelito, con una flor en su inocente boca, entre los cuatro cirios de los evangelistas. El velorio en pie: café, té… los cuentos susurrados, hombres de lejitos, tomando ron. Entre ellos Vikingo el carnicero. “Anda caramba, la Pompona tan joven, yo la quería como a una hija.” Neno expresó solemnemente: “Eso tá muy feo tal bebiendo en un velorio”. Llegó una tía y comenzó a gritar, convulsionada, como presagiando un patatús. “¡Ay Pompona ay Pompona! ¡Mi sobrina del alma!, ¡no te vaya mi Pompona!” Sorpresivamente, apareció Mamá Pancha en la salita, mostrando una fisonomía extraterrenal.

   ––No la llore Clotilde, la Pompona tá dormía, pronto depertará: la muerte no puede ser tan maldita.

En esas circunstancias, volvieron a suministrarle otro “jugo”. Otra vez a la vieja cama. A Neno sí que le dio el patatús; cayó como un zapato. Rápidamente comenzaron a “atenderlo”. Le introdujeron un peine sucio en la boca y susurraron a sus oídos:  
                                                 

“Recuerda que hay Dios, que hay hijo,
  y que hay Espíritu Santo. Recuérdalo”.


Se acercó una mujercita flaca y metió la nariz de Neno en una bota sicotuda. A los cinco minutos preguntaba el desfallecido por un chichón que tenía en su parietal izquierdo. Muchos amanecieron en el velorio, y los bebedores, de lejitos. Mandaron a buscar donde Cresencio el queso y el pan que se brindaría. El hacendado también envió ocho fundas de galletas y veinte sobres de cafés.  

Temprano, de mañana, volvía la gente a llegar. Rezos, cantos… Más tarde, despegaba el entierro, a pie y a cabalgata. Manuelico no pudo ir pero puso en disposición toda su mulada. ¿Y Mamá Pancha? Caminando como sin ser ella, alrededor del féretro. La acompañaba Clotilde, tendiéndole el brazo, y Neno detrás. Que no le vinieran con “jugo” de nuevo, la última vez que despertó amenazó con quitarse la vida si volvían a dormirla. En  todo el trayecto, el mismo decir: “La muerte no puede ser tan maldita”. A la pobre vieja le dio un ligero síncope y tuvieron que socorrerla en un bohío. Neno y Clotilde se quedaron con ella. El cortejo en marcha, por lúgubres caminos, hacia el legendario cementerio. Casi llegando, en medio del mutismo, un sonido que salía de la caja mortuoria detuvo la comitiva. “Pero… ¿Qué lo qué suena ahí…?” Vikingo se acercó. A través de la rústica mica de la caja vio que la Pompona meneaba sus párpados, como anunciando un despertar. Colocaron el ordinario ataúd contra el suelo. Vikingo lo destapó y la “muerta” se levantó. No quedó un alma en el entierro. “¡Epérame Colá!”, le gritó Vikingo a un hombre que iba delante disparado como un velocista olímpico. Hasta las señoras gorditas salieron corriendo, como liebres.



--------------------------------------------------------------------------------------------------------

(Todos los derechos reservados. Este texto no puede ser reproducido (ni parcial ni total), sin la previa autorización por escrito del autor. La creación de este cuento está protegida por la ley 65-00, No. 365-01, inscrita en el registro de derecho del autor con el número 0006675).

--------------------------------------------------------------------------------------------------------

809-454-5500

 
Top