(Texto completo)
En la última punta de un planisferio, en un aldeorrio
apartado, donde parecía que iba a morir la civilización. Allí vivía Mamá Pancha.
Una perturbada anciana a quien se le había muerto su esposo y todos sus hijos.
“¡Ay Pacualito ay Pacualito!, ¡ay tú sí me dejate trite Pacualito!, ssshob, ay mi hijo
del alma por qué te fuite tan pronto, ay Dio mío por qué; por qué por qué Dio mío,
ay qué dolor tan grande siento qué dolooor…”
Ella sufría como debía la sucesiva pérdida sus descendientes,
pero con el tiempo, el hostigar de la muerte fue lesionando progresivamente su
conmovedor aguante, y cada día parecía menos mesurada.
“¡Ay Dio por qué se me tán muriendo to mi sijo por qué!,
ay será una brujería que me echaron ay me van a dejar sola en ete mundo y cómo
e que yo me voy a hacer sin mi sijo, ay yo no resito eto vecina, no lo resito
no lo resito no lo resitoooooo: ¡Ay!, ¡Ay!... ¡Ay Micaela!, ay Micaela tú venía
a darme vuelta aunque te casara…”
Ya no se podía hablar de un estado intermedio entre el
trastorno y la cordura, ya sus pensamientos se quedaban a mitad de camino, y
sus pareceres, delirantes. Vivía con una nieta ingenua y abobada. Sus ocho
hijos, se le fueron yendo casi uno por año. Ella los lloró a todos. Muy poca
gente creyó un rumor de poca fuerza que se había soltado. “Dicen que esa vieja
hizo un trato con el diablo y no le cumplió, y dique ahora él le tá cobrando
con lo sijo…” No, nadie creería esa comidilla conociendo los aldeanos el
historial moral y religioso de Mamá Pancha.
“¡Noaaaagrrr, noaaaagrrr!, ¡no me deje sin hijo Dio
mío!, no me dejen sin hijo noooo, no me deje sin hijo Señor de lo Cielo, no me
deje sin hijo, que me entierren mi sijo, deja que algún hijo me entierre, deja Dio
mío; no me deje, sin hijo, deja que algún hijo me entierre… ssniff…”
Y así, llorando a sus hijos, se acostumbró a llorar, y
acostumbrada a llorar, un día dejó de llorar, porque ya no le quedaban hijos;
solo le quedaba la Pompona. Su sombría morada era conocida como La Casa de los velorios. En la
última parte del planisferio, el último cobijo del aldeorrio. Donde parecía que
iba a morir la civilización. En un promontorio, de donde se avistaba un
dilatado páramo que corría hacia un desolado valle. Al oeste de la casa, dos
abatidos castaños parecían ya cansados de parir. Los caminos adyacentes, ya no
parecían caminos. Todo mustio el paisaje. Las cartas allí nunca llegaban. Ni a
veces. El que estuviera esperando algún recado o misiva tenía que atravesar el
páramo. Para llegar a la única cliniquita de toda la comarca también había que
cruzar el páramo. Y solo se llegaba hasta allí cuando la terapéutica popular no
podía responder a la necesidad del afectado, el cual era atendido a base de
ensalmos y panaceas.
“Yo le debo a la mujer de Prieto, su mujer me
debe a mí,
yo
aprieto a la mujer de Prieto, y Prieto me aprieta a mí”.
Ese era un conocido ensalmo para curar el reumatismo
que se le recitaba al enfermo frotándole la parte donde le dolía. Había
ensalmos para la fiebre, para la disentería, para el dolor de estómago… y hasta
para las pesadillas
“San Bartolomé me dijo, que dulmiera y
depeltara,
que la pesadilla tiene, una mano agujereada”.
Ya Mamá Pancha no podía llorar, sus lágrimas se le secaron,
no le quedaban fuerzas para sollozar. Cuando comenzó a guardar su primer luto
nunca se imaginó que lo guardaría para siempre, pues, desde ese día fue un solo
luto: el luto negro. Todo su vestir se volvió negro; negro liso, negro perpetuo.
Hace tiempo que Mamá Pancha había dejado atrás sus idiosincráticas costumbres
de paisana. Ya no revisaba los nidales ni hacía husmear su fogón a las cinco de
la mañana. Nadie la veía en la misa del domingo, ningún día. A la Pompona ya no
la bañaba con musú sino con un trapo. Ya no le molestaba el ladrar de los
perros por las noches, pero sí el mullido de los toros, porque uno de sus
retoños fue boyero en el rancho de Manuelico. Cuando comenzaba a lloviznar, se
tornaba melancólica, no por la llovizna, sino por el estruendoso mullido que
venía detrás.
No solo Mamá Pancha, toda esa periférica rural parecía
haber perdido sus caracteres inherentes. Carente de pedanía. Poca gente se
acordaba del último alcaide del lugar. En la mayor parte de los terrenos, a
pesar de lo escampado, se podía percibir escaso laboreo. Cabras, corderos, pavos…
contados los que quedaban. El único que fabricaba queso era don Cresencio. La
única mantequería del sitio también la tenía él. Las únicas recuas de mulos de
carga la poseían Manuelico y don Cresencio, bueno, allí quizá los únicos que
podían hablar de cierta prosperidad eran ellos. Hace unos años, luego de una
mala cosecha, contempló don Cresencio vender sus propiedades y hacer punto en
la región del Norte, donde las tierras eran fértiles y prodigiosas, pero el
clamor de una paisana delegación le ablandó el corazón.
La Pompona, tenía quince años. No estudiaba, no podía,
no le daba el juicio. A pesar de sus limitaciones se encargaba de cuidar a su
abuelamadre. Mamá Pancha, vivía por vivir, pocas cosas le importaban. Le decía
constantemente a todo el mundo que la Pompona iba a vivir mucho tiempo, que la
muerte no podía barrer con la familia. La Pompona era gordita y medio bizca, no se peinaba
ni que la fueran a matar, y caminaba como dando un saltito. La suerte que le
gustaba bañarse. Gozaba siempre de buen estado de salud, pero una vez, cuando
tenía siete años, le dio un tremendo susto a Mamá Pancha, se desmayó y
permaneció un buen rato inconsciente. Trajeron a un curandero que no pudo
precisar un diagnóstico; la niña de repente volvió en sí.
––¡Pompona,
Pomponita!, no tema por tu vida Pomponita, tú vivirá pol mucho tiempo.
––Ma Pancha yo
te quiedo mucho.
––¡Oh mi Pomponita…!
Solo ellas conformaban ese hogar. Ahí lo poco que
había era como lo que tenía que haber. Setos desnudos. Una vieja mesa cubierta
por un destartalado mantel gris. Tres sillas de guano. Las dos camas… En la
cocina: una barbacoa formando recodo, un fogón en el centro, una tinaja en una
esquina, una orza y un antiquísimo lebrillo, y ya, poco más se veía. Desde las
primeras horas de la noche la abuela dormía; poquito después la nieta hacía lo
mismo. Obvio que por allí la noche se tragara todo. Frías las noches. Una fauna
invisible encabezada por el ladrar de los perros y la explosión de las grilleras
sonorizaban un ambiente que en el día era de imperante mudez. Cuando los perros
detenían sus ladridos, resalía el heterogéneo gorjeo de los pajaritos de la
noche. Alguna fotografía, cualquier objeto que pudiera traerle el recuerdo de
uno de los difuntos ya no existía en el esquelético interior de la casa. Así lo
quiso la afligida longeva, para que la angustia la mortificara menos. Con bastante
frecuencia cocinaba arroz con coco, porque a la Pompona le gustaba mucho. En
una ocasión, parece que la chiquilla se excedió en la ingestión de su plato
favorito, pues, de ahí debió sobrevenirle una flojedad de vientre que la dejó
como una criatura de película de terror. Fue tan intensa la diarrea, que la
bobita le cogió odio para siempre al arroz comoquiera que lo cocinaran. La
Pompona podía hacer cualquier cosa en la cocinita, menos cocinar. Si lo
intentaba: merienda incomible.
La inercia de esa casa era eterna. Lo humanamente más
cercano a ella era un bohío, habitado por un labriego solitario que cuando
solía encontrarse con la deplorable dolorida siempre le decía: “Yo no te dejo
Mamá Pancha”, y ella le respondía con las gracias de una apurada sonrisa. Si
duraba mucho sin verla, entonces llegaba hasta la casa: “Yo no te dejo Mamá
Pancha”. Un barbecho entre la casa y el bohío. Neno era un hombre blanco con
cuarentaicinco años de cultura rural a cuestas. Fue a la Capital cuando niño,
acompañado de un pariente. Excluyendo ese viaje del páramo no había pasado. Aconsejado
por su única vecina se había retirado de la tumba de cocos, dedicándose al
cultivo de conucos y a otras labores agrícolas. Amuchachado. De facciones afiligranadas
y pestañas de muñeca. Con los ojos cerrados parecía un niño ahogado. Una vez se
estuvo al caer de un cocotero, fue cuando Mamá Pancha lo sermoneó. La casa de
Mamá Pancha poca gente la frecuentaba. El que siempre daba su vuelta por ahí
era Vikingo, el carnicero. Hombre fresco y morboso. Tenía “malas intenciones”
con la Pompona. Un día intentó ponerle la mano en un seno y la Pompo le dio una galleta que
le dejó la mano pintada en un cachete. Tuvo suerte Vikingo, porque la loquilla
a nadie se lo dijo. Pero nunca más volvió el carnicero a “inventar” con la
zopenquita. Vikingo era un pinto jabao con brazos de Popeye, un hombre que
aunque tuviera una sotana puesta parecía mala gente.
Cada día en Mamá Pancha se arraigaba más la convicción
de que la Pompona
tendría larga vida. Rara vez se enfermaba la chaladita. Tenía la costumbre de levantarse
temprano. Un día Mamá Pancha se encontró extraño no ver a su nieta en las
primeras horas de la mañana. La Pompona lo primero que hacía era echarle maíz a
las gallinas. Pocas cosas hacía después, porque andariega que era. Emprendía
con su greña trasnochada a deambular por dondequiera, entonces tenía que salir
la madraza a rastrearla.
Llegó la vieja hasta el cuarto de la menor. “¡Pompona
Pompona!, ay Pompona qué será lo que tú tiene”. En Mamá Pancha se conjugaban
los caracteres de su delirio y la paranoica sensación de sufrir el trance de solo
figurar que la Pompona se le pudiera morir. Con argumentos más que vehementes, cuestionaba
a la muerte; la encaraba, le reclamaba. Un chamaquito vio cuando la lánguida
morocha llamaba repetidamente a la muchachita y se mandó para donde su mamá a
decirle que la Pompona no podía despertar. La casa se llenó de gente, y
mandaron a buscar a un matasanos. “Está muerta”, diagnosticó el “facultativo”.
––¡Nooooooo! ––gritó Mamá Pancha––. Pompona no
puede tal muelta, tá dormía, tá dormía.
Esa muletilla sonaba desgarradora. Daba la impresión
de que en cualquier momento podía comenzar a llorar. Trataron de tranquilizarla
pero ella se resistía a creer que la Pompona estaba muerta. En el patio de la
casa ya tenían dos cerdos que habían traído del cortijo de don Cresencio, pero
Mamá Pancha dijo que se lo devolvieran: “La Pompona tá dormía, eperemo que
depierte…” Rosario, una mujer experta en esos menesteres de arreglar muertos ya
estaba lista para el rito. La muerte no puede ser tan maldita. Ese patético
estribillo todos los paisanos lo escuchaban, resignados, pero, había que hacer
algo para calmar a la enajenada anciana. Le dieron un “jugo” y la acostaron en
su vieja cama. Ahora parecía ella la muerta. El escenario ya estaba listo para
el próximo velorio en La Casa
de los velorios. Comenzaron a arreglar la sala. “Vistan a la pobre Pompo”. De
eso se encargaría Rosario. Lo primero que se hizo fue botar el agua de las vasijas,
una vieja costumbre ancestral. Neno se cogió el velorio para él. La caja, las
velas… ya no se escuchaba el redundado lamento. Y ahí estaba el angelito, con
una flor en su inocente boca, entre los cuatro cirios de los evangelistas. El
velorio en pie: café, té… los cuentos susurrados, hombres de lejitos, tomando
ron. Entre ellos Vikingo el carnicero. “Anda caramba, la Pompona tan joven, yo la
quería como a una hija.” Neno expresó solemnemente: “Eso tá muy feo tal
bebiendo en un velorio”. Llegó una tía y comenzó a gritar, convulsionada, como
presagiando un patatús. “¡Ay Pompona ay Pompona! ¡Mi sobrina del alma!, ¡no te
vaya mi Pompona!” Sorpresivamente, apareció Mamá Pancha en la salita, mostrando
una fisonomía extraterrenal.
––No la llore
Clotilde, la Pompona
tá dormía, pronto depertará: la muerte no puede ser tan maldita.
En esas circunstancias, volvieron a suministrarle otro
“jugo”. Otra vez a la vieja cama. A Neno sí que le dio el patatús; cayó como un
zapato. Rápidamente comenzaron a “atenderlo”. Le introdujeron un peine sucio en
la boca y susurraron a sus oídos:
“Recuerda que hay Dios, que hay hijo,
y que
hay Espíritu Santo. Recuérdalo”.
Se acercó una mujercita flaca y metió la nariz de Neno
en una bota sicotuda. A los cinco minutos preguntaba el desfallecido por un
chichón que tenía en su parietal izquierdo. Muchos amanecieron en el velorio, y
los bebedores, de lejitos. Mandaron a buscar donde Cresencio el queso y el pan
que se brindaría. El hacendado también envió ocho fundas de galletas y veinte
sobres de cafés.
Temprano, de mañana, volvía la gente a llegar. Rezos,
cantos… Más tarde, despegaba el entierro, a pie y a cabalgata. Manuelico no
pudo ir pero puso en disposición toda su mulada. ¿Y Mamá Pancha? Caminando como
sin ser ella, alrededor del féretro. La acompañaba Clotilde, tendiéndole el
brazo, y Neno detrás. Que no le vinieran con “jugo” de nuevo, la última vez que
despertó amenazó con quitarse la vida si volvían a dormirla. En todo el trayecto, el mismo decir: “La muerte
no puede ser tan maldita”. A la pobre vieja le dio un ligero síncope y tuvieron
que socorrerla en un bohío. Neno y Clotilde se quedaron con ella. El cortejo en
marcha, por lúgubres caminos, hacia el legendario cementerio. Casi llegando, en
medio del mutismo, un sonido que salía de la caja mortuoria detuvo la comitiva.
“Pero… ¿Qué lo qué suena ahí…?” Vikingo se acercó. A través de la rústica mica
de la caja vio que la Pompona
meneaba sus párpados, como anunciando un despertar. Colocaron el ordinario
ataúd contra el suelo. Vikingo lo destapó y la “muerta” se levantó. No quedó un
alma en el entierro. “¡Epérame Colá!”, le gritó Vikingo a un hombre que iba
delante disparado como un velocista olímpico. Hasta las señoras gorditas salieron
corriendo, como liebres.
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365-01, inscrita en el registro de derecho del autor con el número 0006675).
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