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Fidias David Garcia cuevas Fidias David Garcia cuevas Author
Title: Cultura con mucha Altura en El poder Con Fidias
Author: Fidias David Garcia cuevas
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El Río   (Texto completo)   Stanislaw Peña N inguno de nosotros había montado en avión. Un grupo de estudiantes universitarios escogidos...

El Río  (Texto completo)  Stanislaw Peña



Ninguno de nosotros había montado en avión. Un grupo de estudiantes universitarios escogidos para realizar una importante investigación sobre unas especies únicas que existían en un pueblo llamado San Fernando. Hasta allá viajamos siete botánicos empedernidos; amantes de nuestros estudios, amantes de nuestra profesión y de la naturaleza y toda su hierba. Nos seleccionaron porque fuimos los mejores. La Universidad nos confió esa misión. Después de un largo viaje llegamos a la capital. Esa fue nuestra primera experiencia aeroplana. Cuando arribamos al hotel nos dimos gusto durmiendo. A las nueve de la mañana nos procuró un supervisor de FLONA (Flora Nacional). Él nos llevó hasta la sede de esa institución y allí nos presentamos ante el director, quien nos refirió a la oficina provincial. Allí volvimos a presentarnos: Oscar Valenzuela: veintidós años; graduado con máximos honores. Milton Bueno: veinticuatro años. Cristina Sandoval: veintitrés. Virgilio Félix: veintitrés. Margaret Domínguez: veintidós. Bruno San Juan: treinta. Isabela Gallegos: veinticuatro. Todos graduados con máximos honores. El encargado de FLONA nos recibió con mucha cortesía; nos dio las instrucciones de lugar, nos entregó los instrumentos complementarios de nuestro laboratorio móvil y todo lo que necesitaríamos para nuestra estancia laboral. Pero lo que más me llamó la atención fue la forma cómo el funcionario barriguita redonda enfatizaba prohibiéndonos bañarnos en el río que partía en dos el monte de San Fernando: “Que ni se les ocurra meter siquiera los dedos de un pie en ese río…” Nuestro guía sería Mickey Lara, un hombre maduro pero jovial, de color indio,  con aire de intelectual. Nos metimos al jeep, apretados; rumbo a San Fernando, una legendaria comunidad rural. No pudimos transportar todo el equipaje, por lo que nuestro guía  tuvo que dar dos viajes. Todos estábamos curiosos sobre los motivos de la radical advertencia del director, y la que más, Isabela.
  
   ––Oiga amigo…
   ––Mickey, llámenme Mickey.
   ––Sí, Mickey, el director nos dijo que en el monte hay un río que lo parte en dos, pero nos ordenó que ni se nos ocurriera… ¿Cómo fue Bruno…?
   ––“… meter los dedos de un pie en ese río…”
   ––Así es estimado Mickey ––prosiguió Isabela––, no nos abundó mucho sobre eso… usted… podría…
   ––No me gusta que me mencionen eso, mi abuelo murió ahogado en ese maldito río.
   ––¡Oooooh! Excúsenos… olvídelo… este…
   ––No no… está bien. Ustedes tienen que saber lo que les voy a contar, tienen que saberlo, yo los llevaré hasta esos bosques, me iré, y ustedes, lógicamente en cualquier momento sentirán calor, o qué se yo… estarían tentados a bañarse en el río. Escúchenme. Cuenta la historia, o la leyenda, que en los tiempos de la colonia había un asentamiento español por esos predios,  cerca del río; ahí los aborígenes eran torturados y asesinados. Se hizo famoso un sanguinario capitán apellido Salazar; su jueguito favorito era latigazos y latigazos y después horca; ahorcaba a los pobres indígenas en serie. Dicen que unos quince nativos, acorralados por una tropa española, desesperados se tiraron al río y se ahogaron todos. Y que una anciana curandera conjuró mil veces; maldijo el río y maldijo a los  invasores. Entre generaciones y generaciones las versiones han variado; pero casi todas guardan estrecha relación con ese hecho. En la época del tirano Coronel, a un sacerdote se le ocurrió la absurda idea de revivir el olvidado río, inició un proyecto de saneamiento en todo el entorno… ya me acuerdo: Camilo, Camilo Ledezma se llamaba. Puso el lugar el cristiano, de película, un maldito paraíso. Los lugareños reaccionaron negativamente. Pero, andando el tiempo, y aunque tímidamente, el caudaloso fue frecuentado de nuevo. Y de nuevo comenzó gente a ahogarse. Resurgieron entonces los comentarios sobre la maldición de la india hechicera. En el viejo templo, irrumpieron un hombre y dos jóvenes. Llevaba cada uno una lata mediana llena de lodo liviano del río, y en plena misa comenzaron a lanzar pegotes contra las paredes. Y lanzaba denuestos rabiosamente el hombre contra el cura, y lo maldijo, y remaldijo el río. La feligresía se dispersó. Cuando el lodo se le acabó seguía maldiciendo, hasta que llegaron dos uniformados y se lo llevaron junto con los dos muchachos que lo acompañaban. A las dos semanas la iglesia tenía otro sacerdote. Hay muchas historias macabras sobre ese río. Yo también les recomiendo que se mantengan alejados de él.
  
Todos escuchamos atentos la narración de nuestro guía y le prometimos no acercarnos al río. Cuando llegamos al monte hicimos un recorrido. Él nos mostraba toda el área tratando de no acercarnos al temido. Luego se marchó, ya volvería a recogernos.
   El trayecto fue largo y agotador: del aeropuerto a la capital, de la capital a la provincia, de la provincia a San Fernando, y de San Fernando al monte. El primer día solo fue para organizar, descansar y dormir. Estábamos instalados como a seiscientos metros del prohibido. Al otro día preparamos nuestro laboratorio… ¡A trabajar! 

Nunca pensamos que encontrar esas plantas se nos haría tan difícil: buscamos, buscamos… y nada. Esas codiciadas especies se convirtieron en fugitivas. Desde que Mickey nos depositaba en el área continuaba la búsqueda. Llegábamos a las ocho de la mañana y nos recogían a las cinco de la tarde; siempre lo mismo: las especies no aparecen. De la hospedería al monte, del monte a la hospedería; las especies no aparecen. De suerte, Cristina encontró algo interesante que nos sirvió de objeto de análisis. Una tarde, un viejo que pasaba a caballo nos alcanzó a ver y se acercó al grupo. Adivinó que éramos extranjeros; nosotros le explicamos el motivo de nuestra presencia en la zona: “Eso sí… pero no vayan a meterse al río ––nos advirtió––, porque es muy peligroso.”  Otra vez el río, el aterrador río. “Ese río tiene un problema… y es que tiene un fondo loco”. Reímos a coro y le pedimos que nos explicara eso del “fondo loco”.

   ––Vivía por aquí un buzo que le decían “Anguila”; él decía que el río tenía parte baja, parte honda y parte muy honda. Pero el problema era, que cuando se tiraba alguien dizque por la parte baja, resultaba que podía estar nadando en la parte honda… o muy honda. O podía pasar lo contrario. También hablaba de una corriente repentina… y de remolinos que a veces…  

Margaret me llamó sigilosamente y me susurró algo; proponía que fuéramos con el viejo a presenciar el río: “solo a mirarlo”. Claro, solo a mirarlo, ¿por qué no? Ya los muchachos me trataban como el líder del grupo. Y llegamos hasta el temeroso. Virgilio me habló con su mirada, yo también le hablé con la mía: “No, no y no nos meteremos al río”. Un caudal majestuoso; imponente, ancho como un pedazo de mar. De aguas claras y reverberantes. Las frondosas ramas de los árboles se reflejaban en esas aguas, como queriendo caer en ellas. De regreso, el caminante también nos enteró, que una vez, unos turistas alemanes acamparon cerca del raudal. Nos dijo que los aldeanos les informaron sobre los peligros del río  y que los teutones les hicieron caso omiso. Que duraron casi un mes siendo vecinos del río, y se bañaban a diario en él. Y que uno de ellos tuvo la suerte de encontrar un trozo de oro encallado en una roca. Nos parecieron más reales aquellas versiones de aquel hombre de avanzada edad, quien se despidió de nosotros y siguió su camino.

Como todo seguía igual, sin novedad, seguimos estudiando las plantas que encontró Cristina. Parece que el Departamento Botánico Universitario se equivocó, o nos enviaron al sitio equivocado… o ¿tendríamos que seguir buscando? A lo mejor esa especies estaban por ahí en uno de esos hierbales.
  
Una mañana, apenas instalándonos, Virgilio nos dijo que no pudo bañarse en la hospedería; que tenía mucho calor, y propuso lo que solo él había sugerido; bañarse en el río: “Solo será una tiradita, para refrescarme… ustedes me estarán observando; y si alguien quiere acompañarme…” Milton dijo algo, como secundando la petición de Virgilio, pero de una manera vacilante. Todos nos opusimos. Como ya estábamos rellenos de tantos relatos funestos sobre el condenado río, nunca nos meteríamos en él… por si acaso. Virgilio se empeñaba en que aceptáramos su atrevida sugerencia. Le seguimos contrariando. Tratamos de ser lo más persuasivos. El compañero como que se enojó, y rato después,  sin que nos diéramos cuenta abandonó el grupo. Cuando nos percatamos de su ausencia pensamos que el bendito moreno decidiría salirse con las suyas. Fuimos al río y recorrimos sus alrededores. Peinamos sus riveras. No lo encontramos. ¡Qué susto nos dio ese Virgilión!

Cuando llegamos al hospedaje allí estaba él, leyendo un periódico. Seguía enojado; nosotros también. Discutimos el incidente en tono bajo, sin alterarnos. Olvidamos la discrepancia. La búsqueda continuaba.

Nos comunicamos con los del Departamento Botánico, otra vez informándoles sobre la esterilidad de la exploración. Nos ordenaron que duráramos una semana más y nos encargaron otro trabajito, como para no afectar nuestra autoestima. Uno de esos rutinarios días, Mickey se quedó con nosotros, a veces nos acompañaba, nos alentaba. Ese día se le ocurrió cocinar. Pero… ¿Quién le dijo a Mickey que era cocinero? ¡Qué malo cocinaba! El guiso estaba incomible, desabrido. Mickey Lara era muy buen guía pero muy mal cocinero. Cuando él nos pregunto cómo estaba el plato, Isabela, con su peculiar franqueza le contestó: “Horrible, sabe horrible”. De suerte, él pensó que era una broma. Contemplamos como el Mickey degustaba ese desastre culinario como si fuera un exquisito manjar. Después de llenarse, se acomodó por ahí y se echó a dormir.  En eso, escuchamos un espléndido cantar. Un coro de voces infantiles que cada vez se hacía más audible. Atraídos por la melodía, salimos a su encuentro, y por uno de esos viejos caminos observamos una extraña procesión que se desplazaba cantando. Avanzaba simétricamente. Eran niños y parecían pigmeos. Iban como en trance, con la mirada perdida. No sonreían ni miraban a sus lados. Solo entonaban un canto tan  hermoso como raro, un canto triste y quejumbroso. La canción era corta. Repetían  un estribillo con marcada frecuencia. Parecían indios, todos se parecían y pronto todos desaparecerían. Los perseguíamos a una distancia prudente. Ellos lo sabían, pero ninguno se inmutó. Íbamos detrás, azorados. Doblaron por un atajo y cuando nosotros también doblamos… no los volvimos a ver; rastros mínimos, parece que se los había tragado la tierra. ¿Ahora qué hacemos?, nos preguntamos; elemental, regresar a la base.

Regresamos. Mickey todavía dormía. Cuando le contamos lo del coro de los extraños niños nos preguntó con el más fino humor: “¿Cuidado si ustedes encontraron las especies y las masticaron?” Nos aseguró que nunca había oído hablar de lo que nosotros le estábamos contando.   

Los últimos tres días que nos pautaron la gente de  la Universidad los pasamos en un estado delirante, eufórico. Comenzamos a tratarnos más de cerca con los lugareños que habíamos entablado alguna amistad. Se nos estaban olvidando las especies. De biólogos buscadores de plantas exóticas pasamos a ser turistas alborozados. Cada uno de esos días a la base se acercaban decenas de muchachas y muchachos más o menos de nuestras edades. Nosotros también visitábamos a esos amigos; compartíamos en sus hogares y en otros lugares. Nos emborrachamos, escalamos lomas… bailamos, cantamos, montamos  en burros y en caballos… ¡Cuánto nos divertíamos! La parrillada, la gula, los juegos. En medio de todo ese jolgorio Virgilio quiso aprovecharse y de nuevo propuso al grupo su tirada al río: de nuevo rechazamos su plegaria. La gozadera continuaba. Llamamos a la gente del Departamento Botánico y le sugerimos quedarnos tres días más: “… para seguir buscando las especies.” Los ánimos se nos cayeron, pensamos que fácilmente podíamos persuadirlos y no fue así. Ya nuestras boletas venían de camino. Cuando nuestra prórroga agonizaba, cuando nuestra estadía en San Fernando y aun más en ese traumático monte iba a ser solo un recuerdo, sucedió una tragedia; no queremos ni mencionar eso.
  
Otra vez en nuestro país, sin las especies y con un inmenso dolor que nos rompía el alma a todos. Llegamos de nuevo a la casa de doña Paulina Bueno, la madre de Milton, tenía la cara seca de tanto llorar.

809-454-5500

 
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